DOMINGO XXIX DEL TIEMPO ORDINARIO -B-
«EL HIJO DEL HOMBRE NO HA VENIDO PARA QUE LE SIRVAN, SINO PARA SERVIR»
CITAS BÍBLICAS: Is 53, 10-11 * Hb 4, 14-16 * Mc 10, 35-45
El evangelio de hoy arroja luz sobre la tendencia a ser, a sobresalir, que todos experimentamos en nuestra vida. Vemos a Santiago y a Juan que hacen al Señor Jesús una petición que, como menos, es poco modesta. «Concédenos, le dicen, sentarnos en tu gloria uno a tu derecha y otro a tu izquierda». Como otras veces hemos señalado, tanto Santiago como Juan, y también el resto de los apóstoles, están convencidos de que la misión del Señor como Mesías, tiene como finalidad liberar al pueblo de Israel de la dominación romana, y restablecer de nuevo el Reino de Israel. Por eso, no es de extrañar la petición que hacen al Señor los dos hermanos.
Ante una petición tan poco desinteresada, el Señor, les responde: «No sabéis lo que pedís, ¿sois capaces de beber el cáliz que yo he de beber, o de bautizaros con el bautismo con que yo me voy a bautizar?». Los dos hermanos, con tal de conseguir lo que piden, responden resueltos: «Lo somos». El Señor confirma que efectivamente beberán su cáliz y que serán bautizados con su mismo bautismo, pero, que lo que piden, no está en sus manos concederlo, sino que ya está reservado.
El resto de los apóstoles, al conocer la pretensión de los dos hermanos se indignan contra ellos, pero el Señor Jesús aprovecha la ocasión para decirles: «Sabéis que los que son reconocidos como jefes de los pueblos los tiranizan y que los grandes los oprimen. Vosotros, nada de eso: el que quiera ser grande, sea vuestro servidor; y el que quiera ser primero, sea esclavo de todos. Porque el Hijo del Hombre no ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar su vida en rescate por todos».
Hemos dicho al principio que este pasaje arroja luz sobre la tendencia de todo hombre, también la nuestra, por medrar, por ser reconocidos, por conseguir alcanzar los primeros puestos. Santiago y Juan, como cada uno de nosotros, no están exentos de este deseo de notoriedad, que es inherente a la condición humana. La razón de este impulso se explica por la condición pecadora del hombre. Tú y yo, creados para una vida eternamente feliz, por el pecado hemos arrojado de nuestro corazón el amor de Dios, que era el origen de nuestra felicidad. El hueco dejado por el amor de Dios es necesario rellenarlo. Para eso, tú y yo, recurrimos a las riquezas, al poder, al sexo y a los demás ídolos que nos ofrece el mundo. Pero nuestro corazón, por gracia de Dios, se comporta como un embudo. Todo lo que entra en él, no consigue llenarlo. Hemos dicho por gracia de Dios, porque es el Señor el que ha dispuesto que con nada se satisfaga nuestro deseo de felicidad, que nada consiga llenar nuestro corazón. De este modo no tenemos otra solución que volvernos hacia Aquel que, con su amor, es el único que puede colmar nuestro deseo de felicidad.
Hemos de estar agradecidos porque la Palabra arroja luz sobre esta insatisfacción general que rige la vida del hombre. Nosotros, creyentes, conocemos a través de ella cuál es el origen de esta inquietud, y a la vez cuál es la solución. Sabemos también, que nada de lo que nos ofrece el mundo es capaz de llenar el hueco dejado por el amor de Dios. Por tanto, no seamos necios y no nos dejemos engañar por los señuelos del mundo. Recordemos las palabras de san Agustín: «Señor, nos has hecho para ti y nuestro corazón no hallará descanso mientras no descanse en ti».
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