DOMINGO III DE CUARESMA -A-
«EL QUE BEBA DEL AGUA QUE YO LE DARÉ, NUNCA TENDRÁ MÁS SED»
CITAS BÍBLICAS: Éx 17, 3-7 * Rm 5, 1-2.5-8 * Jn 4, 5-42
El agua es un elemento indispensable para la vida del hombre, de los animales y de las plantas. El agua a través de la historia de salvación tiene un doble significado. Es signo de muerte y destrucción como podemos comprobar en el diluvio universal y también en el Mar Rojo, cuando destruye por completo al ejército del Faraón que persigue a los israelitas. Es, así mismo, signo de vida. Podemos comprobarlo si viajamos por distintas regiones, pues, viendo el paisaje podemos adivinar de inmediato cuáles son ricas en agua y cuáles son zonas de secano.
También en el terreno espiritual el agua tiene para nosotros una importancia primordial, manteniendo esa dicotomía entre aguas de vida y aguas de muerte. En el Bautismo el agua es signo de vida ya que de ella, por obra del Espíritu Santo, nace una criatura nueva y a la vez es signo de muerte porque en ella queda sumergido el hombre viejo, el hombre de pecado.
El evangelio de hoy nos va a hablar precisamente del agua. Encontramos a Jesús en Samaría cerca del pueblo de Sicar, junto al pozo de Jacob. Cansado se sienta junto al manantial. Está solo porque los discípulos han ido al pueblo cercano a comprar comida.
Una mujer del lugar llega al pozo a sacar agua. El Señor le dice: «Dame de beber». La Samaritana, extrañada, responde: «¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí que soy samaritana?» El evangelista aclara, que la extrañeza de la mujer se debe a la enemistad que existe entre judíos y samaritanos. Pero el Señor le responde: «Si conocieras el donde Dios y quién es el que te pide de beber, le pedirías tú, y él te daría agua viva». La mujer, asombrada, pregunta a Jesús cómo es posible eso si el pozo es hondo y él no dispone de un cubo.
La respuesta del Señor sorprende a la mujer cuando le dice: «El que bebe de esta agua vuelve a tener sed; pero el que beba del agua que yo le daré, nunca tendrá más sed; el agua que yo le daré se convertirá dentro de él en un surtidor de agua que salta hasta la vida eterna». La respuesta de la mujer no se hace esperar: «Señor, dame de esa agua: así no tendré más sed, ni tendré que venir aquí a sacarla».
El Señor Jesús se acerca hoy a ti y a mí para decirnos: «Dame de beber». ¿Qué clase de agua nos pide? Nos pide nuestro pobre amor. Nos pide algo que nosotros somos incapaces de darle. Por eso, nosotros, a la vez, podemos preguntarle: ¿Cómo tú, que eres el mismo amor me pides a mí que soy un egoísta, que va de un lado para otro pidiendo que le quieran, un poco de amor? Soy yo el que necesito de esa agua, de ese amor para vivir. Él sabe que somos nosotros los que vamos bebiendo aguas que no sacian, y que cada vez nos dan más sed.
Por eso hoy sale a nuestro encuentro para ofrecernos un agua viva, un agua que satisfaga por completo nuestro deseo de felicidad. Un agua que dentro de nosotros se convierta en un verdadero manantial, un manantial de agua que salte hasta la vida eterna. Esa agua no es otra cosa que el Espíritu Santo, manantial inagotable de amor, capaz de hacernos experimentar ya aquí, la vida eterna. Digámosle nosotros, como la samaritana: danos, Señor, de esa agua.
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