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FIESTA DEL BAUTISMO DEL SEÑOR -A-

FIESTA DEL BAUTISMO DEL SEÑOR -A-

«Éste es mi Hijo, el amado, mi predilecto».

 

CITAS BÍBLICAS: Is 42, 1-4.6-7 * Hch 10, 34-38 * Mt 3, 13-1

Con este domingo, que es el tercero después de Navidad, la Iglesia da por terminado el más corto de los tiempos litúrgicos, el de Navidad. Al mismo tiempo, con él, se inicia el tiempo litúrgico que conocemos como tiempo ordinario.

Al hablar de la vida del Señor Jesús, se distinguen dos tiempos o épocas distintas. La primera, que corresponde desde el nacimiento hasta los treinta años, se conoce como la vida oculta. Los tres años siguientes que terminan con la Pascua del Señor, los conocemos como los de la vida pública.

Ya hemos hecho alusión en otras ocasiones al tiempo de la vida oculta, comparándolo al catecumenado que tuvo que hacer el Señor, para prepararse y afrontar la misión que el Padre le había encargado. Durante este tiempo el Niño Jesús atraviesa las etapas propias del desarrollo humano: primero la niñez, luego la adolescencia y finalmente la edad adulta. Significa esto que nada de lo que es propio de la vida del hombre le es ajeno. Desde los enfados y caprichos de un niño pequeño, los cambios físicos que se presentan en la pubertad-adolescencia acompañados de muchos interrogantes a los que cuesta encontrar respuestas, hasta llegar alrededor de los veinte años a la edad adulta, nada le es ajeno o desconocido. Por eso conoce todas tus inquietudes, es capaz de compartir tus interrogantes y se hace solidario contigo en tus sufrimientos. Solo en un aspecto es diferente: nunca en su vida se ha dado el pecado.

Sabemos  que el catecumenado conduce al Bautismo. Eso es precisamente lo que hoy nos cuenta en su evangelio san Mateo. Jesús, que ha oído hablar de la predicación de Juan el Bautista, se acerca al Jordán para ser bautizado por él. Es el broche final al tiempo de preparación que María y José le han dedicado, dándole a conocer el amor de Dios sobre todas las cosas, y también el amor al prójimo, a los hermanos. Será así mismo el momento elegido por el Padre para dar testimonio de Él, afirmando públicamente: «Éste es mi Hijo, el amado, mi predilecto».

Este acontecimiento clave de la vida del Señor, hace presente para cada uno de nosotros nuestro propio bautismo. Por él fuimos incorporados a la Iglesia y entramos a formar parte del Pueblo de Dios. Por eso, esas misma palabras que el Padre ha pronunciado sobre el Señor Jesús, han resonado también para cada uno de nosotros. ¿Podemos aspirar a algo más grande en este mundo? Tú y yo, pecadores recalcitrantes, somos por la gracia del Señor Jesús considerados, nada menos, que hijos de Dios. ¿Qué méritos hemos hecho para que esto sea así? Ninguno. Pero el amor del Padre hacia nosotros es tan grande, que sus ojos, como los de una madre, no alcanzan a ver nuestros defectos, sino que para Él todos somos perfectos.

Sin embargo, hay un detalle que no debemos perder de vista. A casi todos nosotros se nos bautizó de pequeños, por tanto, no tuvimos ocasión de prepararnos a ese bautismo como lo hizo el Señor Jesús durante treinta años. En nuestro bautismo recibimos de la Iglesia algo así como un embrión de hijo de Dios, y un embrión necesita cuidados para crecer y desarrollarse. Esos cuidados nos los brinda hoy la Iglesia, la Parroquia, a través del catecumenado de adultos, y a través de la predicación basada en la Palabra de Dios. Por tanto, si queremos que nuestra fe crezca y se desarrolle hasta dar frutos abundantes, es necesario que, como hizo primero el Niño y luego el joven Jesús con sus padres, seamos dóciles a las enseñanzas de la Iglesia, que, como madre, cuida de todos nosotros.

 

 

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