EL DIOS DEL A.T. Y EL DIOS DEL N.T.
EL DIOS DEL ANTIGUO Y EL DIOS DEL NUEVO TESTAMENTO
Comenzaremos diciendo que se puede considerar herético afirmar que el Dios del Antiguo Testamento y el del Nuevo, no sean el mismo Dios. Sin embargo, lo que sí es cierto es que la pedagogía que el Señor utiliza con el hombre, antes de Jesucristo y después de él, es completamente distinta.
Durante muchos siglos la Iglesia, en la predicación de sus ministros, ha hecho hincapié insistiendo en los castigos y correctivos que Yahvé-Dios aplicaba a su Pueblo. Se nos ha mostrado un Dios exigente, que como dice el Éxodo, «castiga la iniquidad de los padres en los hijos y en los hijos de los hijos hasta la tercera y cuarta generación».
Con esta predicación y con la exigencia del cumplimiento de la Ley, se ha cargado sobre los hombros de los fieles una carga insoportable, y se ha conseguido que en la relación hombre-Dios, prevaleciera el miedo en detrimento del amor y la misericordia.
Podemos preguntarnos por qué ha sucedido esto. En la historia de salvación que, desde el pecado de Adán hasta la Pascua del Señor Jesús, ha llevado a cabo Dios-Padre, podemos comprobar que ha habido dos épocas radicalmente distintas, que coinciden con los dos Testamentos, el Antiguo y el Nuevo.
Cuando Dios elige a Abraham para sacar de él un gran pueblo del que nazca el Salvador, la materia prima, o sea los miembros de ese pueblo, provienen de la gentilidad y son, como Abraham politeístas, acostumbrados a los sacrificios, incluso humanos, y a las ofrendas de todo tipo a la divinidad.
El Señor va educando a ese pueblo mostrándoles a través de los patriarcas la forma de vida que le agrada. Sin embargo, no será hasta Moisés que les dé la Ley para que les sirva de foco de luz que ilumine su sendero.
Si hasta Moisés se presenta como un Dios más grande que los demás dioses, será a partir de la promulgación de la Ley, cuando se presente como el Dios Único. Mostrará al Pueblo cuál es el culto que le agrada, tomando como punto de partida las costumbres cultuales de los pueblos que ellos conocen, rechazando de plano los sacrificios humanos, pero no los que tienen como víctimas a los animales.
El cumplimiento de la Ley será para el pueblo su objetivo primordial. Sin embargo, serán muchas las ocasiones en las que el pueblo será infiel a la Alianza que Dios ha sellado con él en el Sinaí, dejándose arrastrar por las costumbres de los pueblos paganos que les rodean.
Ante estas transgresiones el Señor responderá corrigiendo a su Pueblo con diferentes castigos. Es Él mismo el que nos dice en el libro de los Proverbios: «El Señor a quien ama reprende, como un padre al hijo en quien se deleita.». Como vemos este castigo o corrección es fruto del amor de Dios, porque lo que pretende es educar convenientemente al hijo.
El Señor irá purificando la religión del pueblo, haciendo que vayan desapareciendo elementos del culto de manera que, por ejemplo, con el destierro de Babilonia, el pueblo deberá aprender a dar culto a Dios lejos del templo de Jerusalén y lo hará en espíritu y verdad.
Los correctivos que Dios aplica al Pueblo, en muchas ocasiones nos pueden parecer hasta excesivos, como por ejemplo lo que hizo a Datán y Abiram, los hijos de Eliab, hijo de Rubén, cuando la tierra abrió su boca y los tragó a ellos, a sus familias, a sus tiendas y a todo ser viviente que los seguía, en medio de todo Israel.
También nos pueden parecer extrañas en boca de Dios, las expresiones de castigo que a través de los profetas hace llegar a su pueblo infiel. Sin embargo, no debemos olvidar que el Señor con estas actuaciones está educando a su pueblo. Lo está preparando para la venida del Mesías. En este tiempo, Israel vive en la economía de la Ley, por lo tanto, a pesar de la misericordia de Dios, lo importante es que el pueblo intente cumplir la ley comprobando a la vez, la imposibilidad de hacerlo.
«Pero, al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y para que recibiéramos la filiación adoptiva».
Cristo con su Pasión, Muerte y resurrección, cierra el período de la economía de la Ley y abre para toda la humanidad el período de la economía de la gracia. Significa esto que la salvación deja de estar ligada al cumplimiento de la Ley. San Pablo lo expresa claramente en su carta a los Gálatas: «Conscientes de que el hombre no se justifica por las obras de la ley sino sólo por la fe en Jesucristo, también nosotros hemos creído en Cristo Jesús a fin de conseguir la justificación por la fe en Cristo, y no por las obras de la ley, pues por las obras de la ley nadie será justificado». San Pablo no puede ser más radical. La Ley no tiene ningún poder salvífico. En la carta a los Romanos insiste de nuevo diciendo: «Nadie será justificado ante él por las obras de la ley, pues la ley no da sino el conocimiento del pecado».
Cuando el Señor promulga la Ley en el Sinaí, da al hombre, mediante ella, conocimiento de pecado. Antes de la ley había pecado en el mundo, pero el pecado no se imputaba porque no había ley. San pablo nos dice: «La ley, en verdad, intervino para que abundara el delito; pero donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia».
A nosotros, por puro don y sin merecimiento alguno, nos ha tocado vivir, no bajo la ley, sino en la economía de la gracia. Por eso, el rostro de Dios que nos ha mostrado el Señor Jesús, es radicalmente distinto al rostro que observamos en el Dios del Antiguo Testamento. No se trata de dioses distintos, pero sí de dos maneras distintas de actuar del Señor en la historia. El objetivo que quiere alcanzar en el Antiguo Testamento es el de educar al pueblo, quiere conseguir que sea un pueblo bien dispuesto para recibir al Mesías. Por eso, dándole la ley, le da al mismo tiempo conocimiento de pecado; pecado que quedará borrado por completo en la Cruz del Señor Jesús.
Ahora podemos preguntarnos, a nosotros que vivimos en el Nuevo Testamento, ¿de qué nos sirve el Antiguo Testamento? El Antiguo Testamento contiene la Historia de Salvación que el Señor ha llevado a cabo con su pueblo, para que, al llegar a la plenitud de los tiempos, se hiciera presente en el mundo el Salvador que Dios había dispuesto desde los comienzos para el hombre. Todos los acontecimientos que tienen lugar en el Antiguo Testamento, son figura del presente, como dice la carta a los Hebreos. Esto quiere decir que lo que a ti y a mí nos sucede en la vida, queda iluminado por los acontecimientos que el pueblo vivió en el Antiguo Testamento. También quiere decir que no podemos vivir nuestra vida a espaldas de aquel período de la historia de salvación. Pero que también sería absurdo continuar viviendo anclados en aquel tiempo. El tiempo de la ley ha sido superado con creces por el tiempo de la gracia.
Por desgracia, abundan los fieles y también miembros de la Jerarquía, que viven anclados en el Antiguo Testamento. Les sucede algo parecido a lo que le sucedió al segundo hijo de la Parábola del Hijo Prodigo. No son capaces de disfrutar de los dones que nos ha ganado el Señor Jesús con su Pasión Muerte y Resurrección. Viven constreñidos por el peso de la ley con el convencimiento de que tienen que ganarse la salvación con sus puños. En sus vidas es más importante la ley que la misericordia. No entienden aquella frase del Señor: «Misericordia quiero que no sacrificios».
El Apóstol nos dice que «Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad». Por eso, la salvación que Dios-Padre nos ha otorgado en su Hijo Jesucristo es universal. No hace distinción ni de raza, ni de sexo, ni de condición humana alguna. Tampoco está subordinada al cumplimiento de ninguna ley. Solo tiene una limitación, y es la de que el Señor no salva a nadie a la fuerza, sino que respeta escrupulosamente el don de la libertad que él nos ha otorgado. Solo un mal uso de nuestra libertad puede excluirnos de la salvación que el Padre ha dispuesto para todos nosotros. De manera que cuando una persona rechaza conscientemente la salvación y se condena, hace fracasar el plan de Dios, porque todos hemos sido creados para la vida. El Señor dice por boca de Ezequiel: «¿Acaso me complazco yo en la muerte del impío y no en que se aparte de sus caminos y viva?». Y en el libro de la Sabiduría leemos: «Que no fue Dios quien hizo la muerte ni se recrea en la destrucción de los vivientes».
Es hora, pues, de abandonar el corsé de la ley para entrar en la dimensión nueva que supone la misericordia infinita de Dios. Si continuamos aferrados a la ley, hacemos vano el sacrificio de Cristo en la Cruz. Así lo expresa san pablo en su carta a los Gálatas: «No tengo por inútil la gracia de Dios, pues si por la ley se obtuviera la justificación, entonces hubiese muerto Cristo en vano».
Seríamos necios si después de que Cristo nos ha obtenido la salvación, independientemente del cumplimiento de la ley, continuáramos aferrados a ella. La ley solo me ayuda a ver mi impotencia para cumplirla, dejando a la vista mis pecados. De ahí que san Pablo exclame: «Realmente, mi proceder no lo comprendo; pues no hago lo que quiero, sino que hago lo que aborrezco. Y, si hago lo que no quiero, estoy de acuerdo con la Ley en que es buena; en realidad, ya no soy yo quien obra, sino el pecado que habita en mí».
No podemos continuar viviendo en la Antigua Alianza que tenía por eje a la ley. Somos beneficiarios de la Nueva Alianza, aquella que el Padre ha sellado en la Cruz del Señor Jesús. Así lo tenía dispuesto desde antiguo cuando decía por el profeta: «concertaré con la casa de Israel y con la casa de Judá una nueva Alianza…» y la carta a los hebreos añade: «Al decir nueva, declaró anticuada la primera; y lo anticuado y viejo está a punto de cesar». San Pablo en su segunda carta a los Corintios reafirmando esto nos dirá: «Lo viejo ha pasado y una nueva realidad está presente».
El Señor, refiriéndose a esta Nueva Alianza nos dice: «Pondré mis leyes en su mente, en sus corazones las grabaré; y yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo. Y no habrá de instruir cada cual a su conciudadano… diciendo: «¡Conoce al Señor!», pues todos me conocerán, desde el menor hasta el mayor de ellos. Porque me apiadaré de sus iniquidades y de sus pecados no me acordaré ya».
Con estas frases el Señor anuncia el fin de la economía de la ley, y abre la puerta a la economía de la gracia y de la misericordia.
No seamos ciegos como el hermano mayor del Hijo Pródigo, que no sabe disfrutar de los bienes de su casa, aferrándonos al cumplimiento de la ley, para obtener una salvación, que nuestro Padre-Dios ya nos ha otorgado en la Cruz del Señor Jesús.
Rechacemos todo temor y dejémonos envolver por la misericordia de nuestro Padre que, diríamos usando una expresión humana, es mucho más feliz cuando nos ve a nosotros, sus hijos, felices.
Íbamos a decir por suerte, pero en este caso no es la suerte sino la acción del Espíritu Santo, la que ha hecho que el Papa Francisco, desde su elección, haya tenido en su predicación como leitmotiv, el anuncio de la misericordia de Dios Padre para con todos los hombres.
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