DOMINGO XXII DE TIEMPO ORDINARIO -C-
«TODO EL QUE SE ENALTECE SERÁ HUMILLADO; Y EL SE HUMILLA SERÁ ENALTECIDO»
CITAS BÍBLICAS: Eclo 3, 17-20.28-29 * Heb 12, 18-19.22-24ª * Lc 14, 1.7-14
Una vez más el evangelio pone de manifiesto un aspecto de nuestra vida, de nuestro carácter, que es como el leitmotiv de la existencia del hombre. Nadie podemos escapar a este impulso. Nos referimos al ansia, muchas veces incontrolada, que tenemos de ser, de destacar, de que se nos considere.
El origen de este impulso generalizado que tenemos, hay que buscarlo, lo hemos dicho muchas veces, en el pecado de origen, en aquel con el que nacemos todos. Cuando el Señor nos creó, puso en nuestro interior un corazón capaz de experimentar el amor que Él nos profesaba, y a la vez, capaz de devolverle ese amor. De tal manera que en esa relación de amor, estribara toda nuestra felicidad. Sin embargo, y queriendo llevar hasta el extremo el amor que sentía por nosotros, el Señor quiso hacernos el regalo de la libertad porque no toleraba que tuviéramos que amarle a la fuerza.
El uso desordenado de esa libertad nos condujo al extremo de apartarle de nuestra vida, dejando su amor un enorme hueco en nuestro corazón. De esta forma el Señor dejó de ser el centro de nuestra existencia. La situación en la que quedamos era complicada. Aparecía en nosotros la insatisfacción. No encontrábamos nuestra razón de ser, el motivo por el cual vivir. Por lo tanto, era necesario llenar a toda costa el hueco que el amor de Dios había dejado en nuestro corazón.
Para llenar ese hueco pretendemos que los demás nos quieran, que nos respeten, que nos tengan en cuenta. Nosotros pensamos que eso es posible conseguirlo si tenemos riquezas, si alcanzamos poder, si logramos destacar por encima de los demás. Eso es precisamente lo que pretenden los invitados a la boda que hoy nos narra el evangelio. Buscan los primeros puestos, buscan destacar, buscan ser más que los demás. Necesitan llenar su corazón con el aprecio y el respeto de los otros.
Como el plan de Dios para con nosotros es otro, sucede que ni las riquezas, ni los honores, ni el poder, etc., consiguen llenar el hueco que el amor de Dios ha dejado en nuestro corazón. De la misma manera que cuando tenemos sed, solo podemos apagarla bebiendo agua, así también, lo único que es capaz de llenar de nuevo nuestro corazón, es el amor de Dios.
San Agustín, en el Libro de las Confesiones, expresa esta circunstancia de una manera genial. Dice así: «Señor, nos has hecho para ti, y nuestro corazón no hallará descanso mientras no descanse en ti». Quiere decir esto que nada del mundo, ni el amor humano, ni las riquezas, ni los honores, ni el poder, etc., serán capaces nunca de devolvernos la felicidad que teníamos antes de haber pecado. Lo que nos ofrece el mundo son sucedáneos del amor. Son aguas turbias incapaces de saciar por completo nuestra sed. El dinero, el poder, el amor humano, el sexo, en vez de devolvernos la felicidad, nos esclavizan y nos exigen cada vez más, de manera que nunca llegamos a encontrarnos saciados.
Esta impotencia para alcanzar la felicidad, en apariencia parece una condenación, sin embargo, no es sino un rasgo más del amor inmenso que el Señor siente por ti y por mí. Él ha dispuesto, para que tengamos necesidad de buscarlo y logremos por tanto ser felices, que nada de este mundo sea capaz de llenar nuestro corazón.
No malgastemos, pues, nuestras energías, busquemos su rostro. Él está muy cerca de nosotros y está deseando que lo encontremos. No seamos obstinados pidiendo la vida al mundo. Volvámonos hacia Él, que como Padre amoroso nos espera con los brazos abiertos.
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