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DOMINGO IV DEL TIEMPO ORDINARIO -C-

DOMINGO IV DEL TIEMPO ORDINARIO -C-

«NINGÚN PROFETA ES BIEN MIRADO EN SU TIERRA»

 

CITAS BÍBLICAS: Jer 1, 4-5.17-19 * 1Cor 12, 31—13-13 * Lc 4, 21-30

En el evangelio de hoy, san Lucas continúa narrándonos la visita del Señor Jesús a la sinagoga de Nazaret.

            Después de haber leído al profeta Isaías el Señor dice: «Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír». Parte de la asamblea se admira por las palabras de gracia que salen de su boca, mientras que otros, no queriendo aceptar los hechos, se preguntan: «¿No es éste el hijo de José?».

            Jesús, dándose cuenta de sus comentarios y observando la actitud de rechazo que muestran hacia su persona, les dice: «Sin duda me recitaréis aquel refrán: "Médico, cúrate a ti mismo"; haz también aquí en tu tierra lo que hemos oído que has hecho en Cafarnaúm». Y añadió: «Os aseguro ningún profeta es bien mirado en su tierra».

                A continuación, y citando la Escritura les dice: «Os garantizo que  en  Israel había muchas viudas en tiempos de Elías, cuando estuvo cerrado el cielo tres años y seis meses, y hubo una gran hambre en todo el país; sin embargo, a ninguna de ellas fue enviado Elías, sino a una viuda de Sarepta, en el territorio de Sidón. Y muchos leprosos había en  Israel  en  tiempos  del  profeta  Elíseo;  sin  embargo,  ninguno  de  ellos  fue curado,  más  que  Naamán,  el  sirio.»

            Estas palabras de Jesús echándoles en cara su incredulidad, hacen que toda la asamblea se soliviante y que a empujones, lleven al Señor hasta un barranco del monte en el que se alza su pueblo con intención de despeñarlo. Jesús, sin embargo, abriéndose paso entre ellos se aleja.

            La actitud de los habitantes de Nazaret es inaudita. Ellos, como todo el pueblo de Israel, han estado esperando la manifestación del Mesías durante muchísimos años, y ahora, cuando lo tienen presente, un velo cubre sus ojos y no aciertan a reconocerlo. No entienden cómo uno de ellos, uno a quien han visto crecer, que nada especial dejaba entrever, puede ser el enviado de Dios para su liberación

            El Señor, al tomar nuestra condición humana, lo hizo sin que nada diera a entender su categoría de Dios. Se hizo uno de tantos. Renunció a todas sus prerrogativas como Dios. No quiso que ninguna circunstancia especial pudiera violentar la libertad y la voluntad de los que le escuchaban.

            Fue el orgullo de sus convecinos el que impidió reconocer en Él al Mesías.

            También tú y yo estamos necesitados de la presencia del Señor. Necesitamos encontrarnos con Él para vernos libres de nuestras esclavitudes, de nuestras inclinaciones pecaminosas, de todo aquello que, en vez de conducirnos a la felicidad, nos hunde en el sufrimiento.

            El Señor Jesús, conoce nuestra situación. El Padre lo ha enviado precisamente para que nos salve del sinsentido al que nos empuja el pecado. Sin embargo, no esperemos que se manifieste en nuestra vida de una manera extraordinaria. Él, ciertamente está vivo y resucitado entre nosotros, pero como en el pasaje de los discípulos de Emaús, gusta caminar a nuestro lado de incógnito.

            Está presente en ese pobre que se te acerca pidiéndote ayuda. Está presente en ese niño indefenso que ha quedado huérfano. En el padre de familia numerosa que no tiene recursos y que se ha quedado en el paro. En ese anciano olvidado de todos en una residencia. En ese enfermo al que nadie lleva una palabra de ánimo y consuelo. En ese emigrante por el que nadie se preocupa y que sólo tiene por compañía la soledad. El Señor, gusta identificarse con todos los que sufren y las más de las veces lo hace de una manera nada atractiva. Dirá en el Evangelio: “Lo que hicisteis a uno de estos pequeños, a mí me lo hicisteis”.

            Procuremos que nuestro orgullo, nuestro egoísmo, nuestra comodidad, no cieguen nuestros ojos como a los habitantes de Nazaret y podamos descubrir en el OTRO, al mismo Cristo que se acerca a nosotros.


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