DOMINGO XXX DEL TIEMPO ORDINARIO -A-
«Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con
toda tu alma y con todas tus fuerzas »
CITAS BÍBLICAS: Éx 22, 20-26 * 1Tes 1, 5c-10 * Mt 22, 34-40
Una vez más, los fariseos desean poner a prueba al Señor Jesús. En esta ocasión van a formularle una pregunta que es fundamental, porque es sin duda el núcleo principal de toda la Ley. «¿Cuál es, le preguntan, el mandamiento principal de la Ley?». La respuesta del Señor no admite ninguna duda: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas». Y añade: «El segundo es semejante a éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Estos dos mandamientos sostienen la Ley entera y los Profetas»
Todo lo que llamamos Ley de Dios, tiene como fundamento este mandato que el Señor da a su pueblo en el capítulo 6 del Deuteronomio. Antes de continuar hablando de él, es preciso hacer una aclaración. La palabra mandamiento tiene para nosotros una connotación que nos hace presente algo que es de obligado cumplimiento. Esta forma de pensar es radicalmente falsa. Dios no puede darnos un precepto que no está en nuestras manos cumplirlo. Por más que nos esforcemos, ni tú ni yo podemos amar a Dios sobre todas las cosas, porque esto no está a nuestro alcance.
El mundo occidental, influenciado por el Derecho Romano, mira la Ley de Dios bajo el prisma jurídico. No es eso lo que hacen los orientales, los hebreos. Para ellos las palabras de la Ley son focos que alumbran el camino de la vida del hombre. Así lo expresa el salmo 118 que dice: «Lámpara es tu Palabra para mis pasos, luz en mi sendero». Significa esto, que tú y yo, que tenemos nuestra naturaleza herida por el pecado, somos incapaces de encontrar el camino de la verdadera felicidad, que consiste en el encuentro del hombre con su Creador. Dios, que conoce nuestra deficiencia, nos da la Ley cuyos preceptos son semejantes a las señales de tráfico que nos ayudan a circular sin peligro, pudiendo alcanzar la meta de nuestro viaje. Por tanto, hemos de ver la Ley no como una carga insoportable, sino como un rasgo del amor de Dios.
Hoy, en el evangelio, el Señor Jesús nos recuerda que nuestra felicidad en este mundo y después en el otro, se sustenta sobre dos pivotes: Amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo. Esta afirmación del Señor es totalmente contraria a lo que el mundo propone. El mundo, para alcanzar la felicidad nos invita a buscarla en las riquezas, en el dinero, en el poder, en la ambición, en el orgullo o el sexo. Todos estos medios nos llevan a buscarnos a nosotros mismos, sin darnos cuenta de que nuestro corazón no puede de saciarse con ellos. Siempre tendremos delante una meta mayor, un deseo, que seremos incapaces de alcanzar. Al final, caeremos en el hastío y en la insatisfacción.
Lo que nos dice el Señor es todo lo contrario. Él sabe que fuimos creados por amor y que, como dice san Agustín, nuestro corazón no hallará descanso, mientras no descanse en ese amor. No hay nada en el mundo que pueda satisfacer el ansia de amor de nuestro corazón. Dios nos creó por amor y la respuesta del hombre a ese amor no puede ser otra que, amar a su Creador. Si esto se da, la segunda parte, amar al prójimo, es algo que nos vendrá dado sin esfuerzo alguno. Para aquel que tiene el corazón rebosante de amor, amar al que tiene al lado es extremadamente fácil.
Entonces, ¿cuál es el problema? El problema es que a causa de nuestro pecado estamos incapacitados para amar. ¿Cómo voy a amar al otro gratuitamente si lo que yo necesito es que me amen? Amar supone negarme a mí mismo, y la negación del ser es la muerte. Por el pecado, tengo miedo a no ser, tengo miedo a la muerte.
Por eso, una vez más aparece el amor y la misericordia de Dios hacia ti y hacia mí. ¿Cómo? Enviando a su Hijo al mundo para que, cargando con nuestro pecado, nos viéramos libres de la muerte. Derramando luego su Espíritu Santo para que, dentro de nosotros, fortaleciera nuestra debilidad haciéndonos capaces de amar, sin miedo a negarnos a nosotros mismos.
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