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DOMINGO XXVIII DEL TIEMPO ORDINARIO

DOMINGO XXVIII DEL TIEMPO ORDINARIO

«MUCHOS SON LOS LLAMADOS Y POCOS LOS ESCOGIDOS»

 

CITAS BÍBLICAS: Is 25, 6-10ª * Flp 4, 12-14.19-20 * Mt 22, 1-14

El profeta Isaías nos ha dicho hoy en la primera lectura: «Preparará el Señor de los ejércitos para todos los pueblos, en este monte, un festín de manjares suculentos…». De este modo Isaías compara el Reino de los Cielos a un banquete preparado por Dios-Padre, al que estamos invitados todos.

Los primeros invitados fueron los miembros del Pueblo de Dios, el pueblo de Israel, por eso, la parábola que hoy nos brinda el Señor Jesús va especialmente dedicada a ellos. La semana pasada sucedió algo semejante cuando la parábola fue dirigida especialmente a los sacerdotes y senadores del pueblo.

Dios, desde los inicios, eligió a un pueblo que fuera el depositario de la promesa de salvación que Él había preparado para todos los hombres. Se dio a conocer a este pueblo mediante grandes prodigios y lo fue educando a través de los siglos, para que, al llegar la plenitud de los tiempos, su Hijo tomara carne mortal y se hiciera hombre dentro de ese pueblo.

Todos los miembros del pueblo de Israel fueron los primeros invitados a las bodas, al banquete. Pero, vemos hoy en la parábola, que no supieron valorar adecuadamente la importancia que tenía el acontecimiento. Por eso, uno tras otro fueron declinando la invitación, y dieron más importancia a sus asuntos particulares, que el asistir a la boda. Algunos, a imitación de lo que hicieron los labradores homicidas, maltrataron a los enviados llegando a matar a algunos.

La consecuencia que tuvo el comportamiento de los primeros invitados, la hemos visto en la parábola. El Rey abre las puertas del banquete a todo aquel que quiera asistir. La invitación deja de ser particular para convertirse en general. Somos nosotros, que no pertenecemos al pueblo escogido, los que nos hemos beneficiado de la negativa del pueblo de Dios. Somos nosotros, los gentiles, los que somos llamados a participar del banquete que el Señor ha preparado.

Hemos dicho en muchas ocasiones que el reino de los cielos aquí en la tierra es la Iglesia. El Señor envía a todas partes a discípulos suyos para que inviten a los hombres a formar parte de ella. Quiere que disfruten de los bienes de su casa, del banquete que tiene preparado. Sin embargo, y la historia se repite, son pocos los que aceptan la invitación, porque todos tienen cosas que hacer, que consideran más importantes.

Tu comportamiento y el mío muchas veces no está lejos de esta forma de actuar. ¡Cuántas veces hemos dejado de lado la invitación del Señor, y nos hemos ido tras de nuestros ídolos! Hemos preferido las bellotas que nos ofrece el mundo, dinero, sexo, afectos, poder, etc. a los manjares exquisitos que nos brinda el Señor. Somos ciegos y no nos damos cuenta de ello, por eso buscamos la vida donde no está.

En las bodas hebreas todos los invitados lucen un traje de fiesta especial. Por eso cuando el rey entra en la sala para saludar a sus invitados y se percata de que uno no viste de manera adecuada, hace que los sirvientes lo arrojen sin contemplaciones al exterior.

Dentro de la Iglesia, y para dar una explicación a esta parte de la parábola, se ha dicho que el traje de fiesta era estar en gracia de Dios, o sea, no estar en pecado. Aunque esta afirmación no se puede negar, sucede que, así, el estar en gracia se entiende como una situación estática en la que prima la ley. Peco, me confieso, y estoy en gracia. Existe una interpretación mucho más amplia y acertada. Estar en gracia es vivir en la gratuidad. Es reconocer y adecuar nuestra forma de vida, considerando a Dios como un Padre que nos ama, teniendo el convencimiento de que todo se nos concede gracias a ese amor gratuito que el Señor siente por nosotros, sin que lo merezcamos. Lo contrario es vivir bajo la carga de la ley, con el corazón encogido, sin ser capaces de disfrutar de los bienes que el Señor nos regala. Es lo que le ocurría al hijo mayor de la parábola del Hijo Prodigo. Toda la vida con el padre sin ser capaz de disfrutar de su amor. Para nosotros diríamos, toda la vida en la Iglesia, sin ser capaces de aceptar que, por encima de todo, de todas nuestras miserias, Dios nos ama sin limitación alguna. 

 

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