SANTÍSIMO CUERPO Y SANGRE DE CRISTO -A-
«YO SOY EL PAN VIVO QUE HA BAJADO DEL CIELO»
CITAS BÍBLICAS: Dt 8, 2-3. 14b-16a * 1Cor 10, 16-17 * Jn 6, 51-58
Antes de subir al cielo el Señor Jesús nos hizo una promesa, dijo: «Y ved que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo». Esta promesa ha hallado cumplimiento de dos maneras. En primer lugar sabemos que el Señor está vivo y resucitado en su Iglesia a través de su Espíritu. Sin embargo, existe otra presencia más eminente: el Señor está presente en su Iglesia de una manera real, física, podríamos decir, en la sagrada Eucaristía.
Fue Él, el que en la Última Cena quiso realizar el milagro de que aquel pan que tenía en sus manos, y aquel vino con el que había llenado su copa, se convirtieran para nosotros en su Cuerpo y en su Sangre. Además dio poder a sus discípulos para que a través de todos los siglos repitieran en su Iglesia aquel prodigio.
Podemos preguntarnos, ¿qué pretendía el Señor al hacernos este regalo? ¿Para qué quiso quedarse bajo las especies de pan y vino? Algunos pueden pensar que lo hizo para estar más próximo a nosotros, para que pudiéramos adorarlo, para que pudiéramos estar en su compañía. Aunque esto es, desde luego, una consecuencia de tenerlo entre nosotros, podemos afirmar que no era esa su intención. El Señor Jesús escogió dos alimentos corrientes que no pueden conservarse indefinidamente, sino que están sujetos a la descomposición, porque lo que él deseaba era que aquel pan y aquel vino nos sirvieran a nosotros como comida. Eso es precisamente a lo que invita a sus discípulos al decirles: «Tomad y comed… Tomad y bebed… ».
De nuevo podemos preguntarnos: ¿Qué interés movía al Señor para desear convertirse en nuestro alimento? La respuesta es sencilla. Hemos dicho en repetidas ocasiones que la salvación que el Señor Jesús ha conseguido es universal, es decir alcanza a todos los hombres de cualquier época, pero él llevó a cabo su obra de redención en un momento determinado de la historia. Por eso es necesario que en cada generación, esta salvación se haga presente de nuevo.
Y aquí llega nuestra misión. La misión de aquellos que en cada época han de hacer presente su persona y su obra salvadora. Nosotros estamos llamados a ser en esta generación otros cristos, de manera que podamos afirmar con san Pablo en su carta a los Gálatas: «No vivo yo, es Cristo quien vive en mí». ¿Cómo puede ser eso posible, te preguntarás, si yo soy un pecador y soy débil y me dejo arrastrar por lo que continuamente me ofrece el mundo? Por eso, precisamente, porque eres débil, necesitas alimentarte de este Pan y de este Vino que fortalecerán tu debilidad.
San Agustín nos explica cómo actúa en nosotros este alimento que nos brinda el Señor. Cuando tú y yo comemos cualquier alimento, nuestro aparato digestivo va obteniendo de él, los nutrientes que necesitan las células de nuestro cuerpo. Así, la carne, el pescado, el pan, etc., va transformándose en nuestros músculos y les permiten crecer. No ocurre así con el alimento Eucarístico. Cuando comulgamos el Cuerpo y la Sangre del Señor, no se convierten en alimento de nuestros músculos, sino que tú y yo nos vamos transformando poco a poco en otros cristos, de manera que llegue a ser la Sangre de Cristo la que circule por nuestras venas. La consecuencia de esta transformación es, que llega un momento en que nuestras obras son las obras de Cristo, y a través de ellas alcanza la salvación a los que viven con nosotros.
Hoy celebramos una vez más el inmenso amor con el que nos ama el Señor. Somos invitados a una Mesa en la que no pueden sentarse los ángeles. Es en ti y en mí, en quien se ha desbordado ese amor. Somos unos privilegiados que no merecemos este regalo. Seamos, pues, agradecidos y bendigamos al Señor Jesús que nos llama, nos elige, nos alimenta, y nos fortalece con su Cuerpo y su Sangre, para que podamos amar a los demás, con el mismo amor que nosotros recibimos de Él.
0 comentarios