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DOMINGO XXXII DE TIEMPO ORDINARIO -C-

DOMINGO XXXII DE TIEMPO ORDINARIO  -C-

«DIOS, NO ES UN DIOS DE MUERTOS SINO DE VIVOS»

 

CITAS BÍBLICAS: 2Mac 7, 1-2. 9-14 * 2Tes 2, 16—3,5 * Lc 20, 27-38

En el evangelio de hoy vemos que un grupo de saduceos, miembros de una secta a la que pertenecía la casta sacerdotal, se acerca a Jesús para plantearle una cuestión. Tienen interés por saber lo que piensa el Maestro con referencia a la resurrección de los muertos, ya que ellos niegan esa resurrección.

Utilizan la llamada ley del levirato, intentando con ella poner al Señor en una situación incómoda. La ley del levirato dice que si una mujer queda viuda debe casarse con uno de los hermanos del marido fallecido, para así, darle descendencia. Ellos plantean a Jesús un caso en el que la viuda ha tenido que desposar sucesivamente a seis de los hermanos de su difunto esposo. La cuestión que ahora presentan al Señor es: «en la resurrección ¿de cuál de ellos será mujer, ya que los siete han estado casados con ella?» 

El Señor Jesús les contesta explicando que en la resurrección, la forma de vida es totalmente diferente a la que nosotros estamos acostumbrados aquí. Y echando mano de la Escritura les recuerda las palabras que el mismo Dios dirige a Moisés, cuando le habla desde la zarza ardiente: «Yo soy el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob». No es un Dios de muertos sino de vivos, continúa diciendo el Señor, porque para él todos están vivos».

La cuestión central de este evangelio es importantísima. Trata ni más ni menos que de una verdad fundamental de nuestra existencia. Si de nuestra vida quitamos la resurrección de los muertos, sobran las restantes verdades de nuestra fe, incluyendo la existencia del mismo Dios.

Cuando Dios pensó en ti y en mí y dispuso que viniéramos a la vida, lo hizo movido por el amor que sentía por nosotros incluso antes de nuestra concepción. Nos amó y nos llamó a vivir una vida eterna y feliz en su presencia. Darnos la vida durante un tiempo para que luego tornáramos a la nada, hubiera sido una ruindad impropia de él. Somos seres eternos llamados a vivir felices para siempre unidos a nuestro Dios.

Sin embargo, si observamos la conducta de muchas de las personas que conocemos, incluyendo a las que se confiesan creyentes, podremos constatar, por desgracia, que no acaban de creer en la resurrección y en la vida eterna. Cuántas veces hemos escuchado esta frase: “Bueno, quién sabe, nadie ha vuelto de allá para contarlo.” ¿Somos conscientes de lo que sería la vida del hombre, la tuya y la mía, si de un plumazo borráramos de ella la resurrección y la vida eterna? Seríamos semejantes a cualquier animal, a un perro o a un gato, que hoy están y mañana desaparecen sin dejar rastro de su existencia. ¿A qué tanto progreso, tanta ciencia, e incluso tanta preocupación por los demás, si todo termina aquí? ¿Quién me impide dejarme llevar por mi egoísmo sin importarme para nada la vida de los otros? Yo bien, todos bien. Podríamos hacer nuestra aquella frase del rey francés Luís XV, que previendo lo que pasaría después de su reinado exclamo: “Después de mí, el diluvio.”

Sin embargo, y por suerte para nosotros, las cosas no son así. Existe la resurrección, y ha sido el mismo Hijo de Dios, el Señor Jesús, el que para destruir la muerte que nos acarrea el pecado, ha entrado en la muerte y la ha vencido resucitando. Esa resurrección es prenda de nuestra propia resurrección. Nuestra vida no es una vida sin sentido ni trascendencia como la de los animales. Nuestra vida terrena está catapultada hacia una vida en plenitud en el cielo, del que Cristo con su muerte y resurrección, nos ha abierto las puertas.

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