DOMINGO XXIII DE TIEMPO ORDINARIO -C-
«Quien no lleve su cruz detrás de mí, no puede ser discípulo mío».
CITAS BÍBLICAS: Sab 9, 13-18 * Flm 9b-10.12-17 * Lc 14, 25-33
Hay una serie de preguntas que cada uno de nosotros podríamos formularnos. ¿Yo para qué estoy en la Iglesia? ¿Qué busco en ella? ¿Para qué confieso que soy cristiano, discípulo de Cristo? ¿Conozco con certeza lo que supone para mi vida seguir a Jesucristo?
Quizá tengamos que reconocer que si hoy estamos en la Iglesia es porque así nos lo transmitieron nuestros padres. Nacimos en una familia católica y hemos crecido viviendo nuestra fe en la Iglesia. No hay ninguna razón que nos obligue a abandonarla. Seguimos en ella por inercia.
Esto mismo ocurría a muchos de los que seguían a Jesucristo. Habían visto milagros, se habían saciado con el pan y los peces, les gustaba la forma de hablar del Señor, etc. Jesús esto lo sabía y deseaba que la gente no le siguiera a ciegas. Que todos conocieran cuál era la misión a la que les estaba invitando, y las consecuencias que comportaba ser discípulo de Cristo. No podían estar engañados.
Seguir a Jesucristo comporta una serie de exigencias. El Señor dice hoy: «Si alguno se viene conmigo y no pospone a su padre y a su madre, y a su mujer y a sus hijos, y a sus hermanos y a sus hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío». Quiere decir esto que no es posible seguir a Jesucristo, si no lo ponemos como lo más importante de nuestra vida. Él ha de ser el primero, por delante de nuestros intereses, de nuestra familia y aún de nuestra propia vida. Es tan importante esta condición, que en algunas traducciones de la Biblia, no se utiliza la palabra “posponer” sino la palabra “odiar”, porque hay que odiar a todo auello que pueda apartarnos del Señor, de manera que nada en absoluto puede tener más importancia en la vida de un discípulo, que el hecho de seguir al Señor Jesús y obedecerle.
El Señor sigue diciendo: «Quien no lleve su cruz detrás de mí, no puede ser discípulo mío». Significa esto que precisamente en aquello que el mundo odia y quiere evitar, la cruz, se encuentra la salvación. Para el cristiano la cruz es el signo que pone de manifiesto el inmenso amor de Dios hacia el hombre. ¿Cómo se entiende esto si la cruz de nuestra vida es lo que nos hace presente el sufrimiento y la muerte?
La cruz, representada principalmente en la enfermedad, en el sufrimiento y en toda clase de fracasos, es algo de lo que nadie puede escapar. Tiene su origen en el pecado, y es la consecuencia de que tú y yo nos separemos de Dios, buscando la felicidad en aquello que nos ofrece el mundo. La cruz nos hace presente nuestra impotencia. Ni podemos huir de ella ni podemos hacerle frente con solo nuestras fuerzas. Si esto es así, ¿cómo es posible que el Señor nos ponga como condición para seguirle, cargar con nuestra cruz?
El Señor desea que experimentemos que aquello que al mundo lo aplasta y lo mata, que aquello que nadie puede soportar, y de lo que es imposible huir, es posible afrontarlo teniendo su ayuda. «Cargad con mi yugo, (con mi cruz), dirá en otro lugar, porque mi yugo es suave y mi carga ligera». Nuestra cruz de cada día, aquella que nadie puede soportar, se hace llevadera cuando tenemos a nuestro lado un Cirineo que es el que verdaderamente carga con el peso de esa cruz. Ahora se comprende que sin cruz, sin sufrimientos, es imposible la salvación, porque es imposible experimentar el poder de Dios y su amor, que nos permite caminar por encima de la muerte.
El Señor Jesús nos hace una recomendación final. Para saber si verdaderamente nos interesa lo que nos ofrece, nos invita a renunciar a todos nuestros bienes. Nada puede interponerse entre Él y nosotros. Es necesario renunciar a todo aquello, en particular las riquezas, que puedan provocar que Él deje de ser el primero en nuestra vida.
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