DOMINGO XXI DE TIEMPO ORDINARIO -C-
«SEÑOR, ¿SERÁN POCOS LOS QUE SE SALVEN?»
CITAS BÍBLICAS: Is 66, 18-21 *Heb 12, 5-7.11-13 * Lc 13, 22-30
«Señor, ¿serán pocos los que se salven?» Con esta pregunta, formulada por uno de los que acompañan al Señor, empieza el evangelio de hoy.
Esta pregunta encierra una cuestión de vital importancia para todos nosotros, ya que toca un tema candente para nuestra vida de fe. Si preguntáramos a muchos de los que este domingo asistirán a la eucaristía dominical, e incluso a alguno de nosotros ¿qué es lo que buscas en la Iglesia?, responderían sin duda: mi salvación. Todos tenemos más o menos presente en la vida nuestra salvación.
Si continuáramos preguntando, ¿para cuándo esa salvación?, la inmensa mayoría respondería: para cuando me muera. Nosotros nos preguntamos, ¿es eso cierto? Sí y no. Veamos. ¿Cuál es la voluntad de Dios al respecto? San Pablo dice: «Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad». Significa esto, que la voluntad salvífica de Dios es universal.
El impedimento que existía para que esa salvación alcanzara a todos los hombres, era el hecho de que todos eran pecadores. Este “hándicap”, como dicen los ingleses, Dios lo resolvió clavando en la Cruz de su Hijo la factura que tú y yo éramos incapaces de pagarle. El Señor derramó en la Cruz hasta la última gota de su sangre, para abrir a TODOS los hombres las puertas del cielo. Pero, para que esa salvación sea efectiva, Dios-Padre ha puesto una sola condición: que nosotros deseemos esa salvación. Ni tú ni yo seremos salvados por Dios a la fuerza. Dios nunca violentará nuestra libertad, por tanto, hemos de aceptar libremente esa salvación. Que Dios-Padre haya dispuesto que las cosas sean así, y siendo su voluntad que todos los hombres se salven, podemos afirmar que cada condenación supone un fracaso del plan de Dios para con el hombre.
Pensar en la salvación sólo para cuando nos muramos, hemos dicho antes que no es del todo cierto ni del todo falso. ¿Por qué?, podemos preguntarnos. Ciertamente es importante tener presente la salvación del último día, pero no es esa la única salvación que nos ofrece el Señor. Este mundo fue creado por Dios como un paraíso para que en él residiera felizmente el hombre, su criatura. Sin embargo, nuestra soberbia, nuestro egoísmo, resumiendo, nuestra necedad, hizo que nos separáramos de Dios y que convirtiéramos el paraíso en un lugar de sufrimiento, en un valle de lágrimas como dice la oración a la Virgen.
Vivir expuestos a la enfermedad, al dolor y a toda clase de sufrimientos, hace que necesitemos no sólo ser salvados al final de nuestra existencia en este mundo, sino cada vez que nos reconocemos impotentes ante los problemas que nos plantea la vida, ante tentaciones del demonio o ante exigencias o inclinaciones perversas de nuestro hombre viejo. Cada vez que el rencor te impide perdonar y amar; cada vez que compruebas que eres incapaz de devolver el bien por el mal o de resistir a una tentación del mundo, etc., necesitas a alguien que te salve, que ante tu debilidad te dé fortaleza, que te anime a seguir luchando o a aceptar la voluntad de Dios aunque no la entiendas.
Ese salvador es el Señor Jesús, que no solo está en el cielo, sino que sigue y seguirá junto a nosotros, como Él nos prometió, hasta el final de los tiempos. Él, es el Señor de tu impotencia, de tus vicios ocultos, de tu mal carácter, de tus problemas familiares o económicos. Él camina siempre junto a nosotros esperando que lo invoquemos, que le pidamos ayuda. La Escritura dice que «todo el que invoque su nombre no quedará confundido… todo el que invoque el nombre del Señor se salvará». Esa salvación no es sólo la del último día, esa salvación es la del día a día. Es la salvación que nos hace presente la salvación final. Es la que nos hace esperar que si hoy el Señor nos salva, también lo hará en nuestro último momento.
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