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DOMINGO XXXIV -SOLEMNIDAD DE CRISTO REY- B

DOMINGO XXXIV -SOLEMNIDAD DE CRISTO REY- B

«A él se le dio poder honor y reino… Su poder es eterno, no cesará. Su reino no acabará».

 

CITAS BÍBLICAS:  Dn 7, 3-14 * Ap 1, 5-8 * Jn 18, 33b-37

El año litúrgico finaliza con este domingo en el que contemplamos, no podía ser de otro modo, la figura de Jesucristo Rey del Universo. San Pablo en su carta a los Colosenses nos dice: «Todo fue creado por él y para él… todo se mantiene en él. Él es también la cabeza del cuerpo: de la Iglesia… Así es el primero en todo». El profeta Daniel, a su vez, nos ha dicho en la primera lectura: «A él se le dio poder honor y reino… Su poder es eterno, no cesará. Su reino no acabará».

La figura de Cristo Rey nos hace presente la parusía, el final de los tiempos con su segunda venida. Ahora todos nosotros estamos viviendo un tiempo de gracia. Un tiempo en el que se hace presente la misericordia de Dios hacia todos los hombres. Algunos autores dicen que vivimos en el tiempo de la paciencia de Dios, nosotros preferimos referirnos a este tiempo como el tiempo en que se muestran las entrañas misericordiosas de nuestro Dios, que tiene corazón de padre, y que espera pacientemente el regreso del hijo pródigo que somos cada uno de nosotros.

Podemos preguntarnos qué importancia tiene para nuestra vida de fe la figura de Cristo Rey. El Padre ha puesto a su Hijo Jesucristo como Señor de todo Principado, Poder y Potestad. Todo lo ha sometido bajo sus pies. Significa esto que ha sido constituido Señor de todo el universo. Nosotros, por nuestra desobediencia vivimos esclavos del pecado, por el temor que tenemos a la muerte. Por no morir, dando la razón al otro, y buscando en todo momento que los demás nos consideren y nos aprecien, perdemos nuestra libertad y hacemos aquello que no nos gusta. Cuando consideramos que tenemos la razón, somos incapaces de perdonar porque creemos que eso hace que el otro se salga con la suya. Somos esclavos de la afectividad y de las circunstancias, y no tenemos fuerzas para romper este cerco.

Somos también esclavos del pecado por nuestras bajas pasiones. Para unos será tener un genio como la pólvora, para otros será la ambición por el dinero y el deseo de dominar sobre los demás. A  muchos es el sexo el que los esclaviza y no les permite ser dueños de sí mismos. Otros viven dominados por las drogas, el alcohol, o el juego, etc. En todas estas esclavitudes y en otras de otra índole, nos encontramos impotentes. Quisiéramos cambiar, ser libres, pero no podemos. La inclinación al pecado tiene una fuerza que es superior a nuestra voluntad.

En esta situación es cuando se manifiesta el inmenso amor que Dios nos tiene. No nos ha abandonado a nuestra suerte. No ha dicho ya que te apartas de mí, carga con las consecuencias. Dios-Padre ha constituido a su Hijo Jesucristo, como dueño y Señor de todo aquello que nos oprime, nos esclaviza y nos hace infelices. De manera que cuando en la lucha diaria contra nuestras inclinaciones pecaminosas, contra todo aquello que nos destruye y nos mata, nos encontramos inermes e impotentes, es cuando Cristo, Señor de todo, muestra su poder si nosotros creemos en Él y lo invocamos.

Él es Señor de tu orgullo, de tu soberbia, de tu lujuria, de esos defectos y vicios ocultos que solo tu conoces. Es Señor de la imposibilidad que tienes de perdonar y amar al que te hace daño, ya sea tu mujer, tu marido, tus hijos, tus vecinos o tus compañeros de trabajo. Es Señor del paro, que hace que tengas dificultades para atender a tu familia. Es Señor, en fin, de tu salud y de todo aquello que te hace sufrir.

Cristo es la respuesta del Padre a todas tus preocupaciones y sufrimientos. Llámalo, grítale, invócalo. Cuéntale tus padecimientos. Pídele ayuda y no olvides lo que dice san Pablo citando las Escrituras: «Todo el que invoque el nombre del Señor, no será confundido. Todo el que invoque el nombre del Señor se salvará»

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