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DOMINGO IV DE ADVIENTO

DOMINGO IV DE ADVIENTO

«HÁGASE EN MÍ SEGÚN TU PALABRA»

 

CITAS BÍBLICAS: 2Sam 7, 1-5.8b-12.14a.16 * Rom 16, 25-27 * Lc 1, 26-38-37

 

Llegamos al final del Adviento. Durante todo este tiempo litúrgico, tanto Isaías que es el profeta del Adviento, como Juan el Bautista que es el Precursor del Mesías, nos han invitado a estar expectantes porque el Señor llega. El Señor está cerca y viene a salvar lo que no tiene salvación. Nos han invitado también a convertirnos, a reconocer que nuestra existencia no lleva la dirección correcta, porque pedimos la vida y la felicidad a los ídolos del mundo que son incapaces de dárnoslas. Reconocer esto es indispensable para ser salvados. Si tú y yo no pensamos que necesitamos la salvación, de nada sirve que llegue el Señor.

Hoy nuestra salvación está más cerca que nunca. Es el ángel Gabriel el que anuncia a María, que la promesa de salvación que Dios-Padre hizo a Adán y Eva en el Paraíso, y que fue haciendo presente a través de la historia a los patriarcas y profetas, encuentra por fin su cumplimiento. Dios, como dice el salmo 97, «se ha acordado de su misericordia y su fidelidad en favor de Casa de Israel». Se ha acordado de ti y de mí haciendo que en el seno purísimo de María, empiece a formarse aquel que es el deseado de las naciones. Aquel que viene a restaurar lo que nuestro pecado ha destruido.

El pasaje da la anunciación y encarnación del Hijo de Dios en el seno de María, que hoy nos narra san Lucas, no es algo que solamente nos recuerda lo que ocurrió hace más de dos mil años. No es solo historia, es una realidad actual que arroja luz sobre la obra de salvación que Dios está llevando a cabo en cada uno de nosotros. En cuanto María da su conformidad a la obra que Dios ha proyectado realizar en ella, es el Espíritu Santo el que la cubre y hace que empiece a gestarse en su seno, el que será a la vez Hijo de Dios e hijo del hombre.

También nosotros somos fecundados cuando aceptamos y guardamos en nuestro corazón, la Palabra de la salvación, el Kerigma. Esta Palabra, cuando se nos predica y es aceptada por nosotros, actúa en nuestro interior de manera semejante al esperma, al semen que el hombre deposita en el cuerpo de la mujer. Tiene el poder de fecundarnos y de hacer que en el interior de nuestro hombre viejo, de nuestro hombre de pecado, empiece a gestarse una criatura nueva, un hijo de Dios.

Es posible que si eres lo suficientemente humilde como para reconocer tus defectos y tus muchos pecados, exclames como María: «¿Cómo será eso pues no conozco varón?». Dicho con otras palabras: ¿Cómo es posible que nazca en mí un hijo de Dios si yo sé que soy un egoísta, un soberbio, un lujurioso, que solo piensa en sí mismo y que es incapaz de hacer nada que no sea darse gusto en todo? El ángel nos responde como a María: Esto no va a ser obra tuya. Será obra del Espíritu Santo en ti. No te mires a ti mismo. Confía en el Señor, abandónate en sus manos y ten en cuenta que «para Dios nada hay imposible». 

Ante esto, a nosotros solo nos resta exclamar con María: «Aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra». Es decir, es necesario que demos permiso a Dios para que lleve adelante su obra en nosotros. Él nunca violentará nuestra libertad, siempre podremos decirle que no nos interesa lo que nos ofrece. Lo que ocurre es que eso supone rechazar la auténtica felicidad. Aquella que el mundo no puede  proporcionarnos y que solo en Él encontraremos.    

 

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