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DOMINGO II DE ADVIENTO -B-

DOMINGO II DE ADVIENTO  -B-

«PREPARAD EL CAMINO AL SEÑOR, ALLANAD SUS SENDEROS»

 

CITAS BÍBLICAS: Is 40, 1-5.9-11*2Pe 3, 8-14*Mc 1,1-8

En este inicio de su evangelio, san Marcos, cita a Isaías recordando una de sus profecías: «Yo envío mi mensajero delante de ti para que te prepare el camino… Una voz grita en el desierto: Preparad el camino al Señor, allanad sus senderos». A continuación, el evangelista, ve en la figura de Juan el Bautista, que está en el desierto invitando a las gentes a convertirse, el cumplimiento de la profecía de Isaías. Juan, en el Jordán, aplica un bautismo de conversión anunciando la venida inminente del Mesías.

 Este pasaje del evangelio de san Marcos halla hoy, entre nosotros pleno cumplimiento. La Iglesia, como Juan, anuncia la próxima manifestación del Señor. Lo hace también como él en medio del desierto. Un desierto en el que el hombre camina siguiendo su instinto y sus pasiones, dándole la espalda o ignorando al que es la Verdad. El hombre ha dejado de lado la trascendencia y solo le importa el goce inmediato. Busca cubrir sus necesidades materiales y afectivas, al margen de Aquel que le ofrece una felicidad auténtica y a la vez eterna.

 Juan anuncia la conversión, que hace referencia directa al pecado. El pecado es algo que en la actualidad no tiene muy buena prensa, y el hombre de hoy vive al margen de él porque lo considera cosa de beatos, de curas y frailes. Él se considera adulto y no necesita que nadie, y mucho menos la Iglesia, venga a decirle lo que está bien o lo que está mal.

 Sin embargo, no por ignorar el pecado éste deja de existir. Somos pecadores por más que nos esforcemos en pensar lo contrario. El pecado existe, nos hace daño y nos impide ser felices. De ahí, precisamente, nace la necesidad de conversión. ¿Y qué es convertirse? Convertirse es cambiar de dirección en la vida. Es reconocer que aunque buscamos la felicidad en el dinero, en los afectos, en el sexo, en la salud, en el trabajo o en la diversión, todo esto no llena de verdad nuestro corazón. No es capaz de saciarlo plenamente. El pecado, queramos o no, es el origen del mal en el mundo. El egoísmo conduce a los enfrentamientos y a los abusos de todo tipo. El hombre, por medrar, por ser, por destacar por encima de los demás, no tiene inconveniente en pisotear y abusar del débil, en robar o matar si es necesario.    

El Señor está cerca. Viene precisamente a salvarnos de esta situación, de este sinsentido que es la vida del hombre sin Dios. No hemos sido creados para el sufrimiento y la muerte. Hemos sido creados para la vida, y eso es lo que el Señor viene a traernos. Quiere que vivamos, quiere que seamos felices. Por eso es necesario prepararle el camino. La mejor forma de llevar acabo esta preparación consiste en reconocer nuestras limitaciones y nuestras infidelidades, siendo conscientes de la necesidad que tenemos de su presencia en medio de nosotros. Cuando el Señor aparece en nuestra vida lo hace siempre para salvar. Viene a darnos vida. Nunca viene a exigirnos ni a reprocharnos nada. Él se complace en vernos felices.

 Nosotros, que necesitamos su presencia, tenemos que estar preparados para su venida. Hemos de vigilar y hacer nuestra la frase de Isaías de la lectura del domingo pasado: «¡Ojalá rasgases el cielo y bajases, derritiendo los montes con tu presencia!». ¿Qué montes? Los montes de nuestro egoísmo, de nuestra lujuria, de nuestra soberbia, y de todo aquello que nos impide darnos a los demás. 


 

 

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