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DOMINGO V DE TIEMPO ORDINARIO

DOMINGO V DE TIEMPO ORDINARIO

DOMINGO V DE TIEMPO ORDINARIO

La Iglesia nos está ofreciendo en estos domingos la lectura continuada del Sermón del Monte o de las Bienaventuranzas. Si en el evangelio de la semana pasada el anciano Simeón proclamaba con el Niño en brazos que era «Luz para alumbrar a las naciones», hoy es el Señor Jesús el que nos muestra cuál es la misión que Él ha encomendado a la Iglesia, para que la lleve a cabo en medio del mundo. Dice, que ha de ser sal que dé sabor, que dé sentido al mundo, y al mismo tiempo ha de ser luz que brille en la oscuridad, alumbrando el camino de los hombres.

 

Durante muchos siglos se ha tenido un concepto falso de la misión de la Iglesia. Se pensaba que era indispensable que mediante el anuncio de la Buena Nueva, todos los hombres llegaran a incorporarse a ella. A tal punto llegó esta creencia, que durante muchísimo tiempo la Cruz y la espada caminaron juntas en el anuncio del Evangelio. Esta manera de pensar es errónea y ha tenido que ser el Concilio Vaticano II en la Constitución “Lumen Gentium” quien ha arrojado luz sobre el tema.

 

Hoy el Señor Jesús nos dice: «Vosotros sois la sal de la tierra…» y «Vosotros sois la luz del mundo». La sal tiene como misión salar, dar sabor a la comida. No se puede pretender que toda la comida se convierta en sal. Una pequeña cantidad hace que todos los alimentos de un guiso adquieran su sabor peculiar. La luz, por su parte, está hecha para alumbrar. De manera que no se puede pretender que todo sea luz. La luz brilla en función de aquellos que son alumbrados. Si estos no existieran, la luz no haría falta para nada.

 

¿Quiénes son más importantes los que son salados e iluminados o la sal y la luz que salan e iluminan? Sin lugar a duda los primeros. De nada servirían la sal y la luz sino hubiera nadie necesitado de ser salado e iluminado.

 

Hoy, el Señor, a los que queremos seguirle nos dice: «Vosotros sois la sal de la tierra. Vosotros sois la luz del mundo». El Señor a ti y a mí nos llama a hacer este servicio al resto de los hombres, porque los ama y quiere su salvación. Para que podamos cumplir esta misión, nos ha elegido y nos dado gracias que no ha dado a los demás. Somos, sin duda, los primeros beneficiados, pero siempre en función de los otros, de los que conviven con nosotros y que no están en la Iglesia. La salvación llegará a ellos si nuestra sal no se corrompe, si como la sal somos capaces de salar muriendo, desapareciendo, disolviéndose, evitando todo protagonismo. Somos también la luz, y como la luz de una lámpara, de una vela, estamos llamados a alumbrar a los demás consumiéndonos, dándonos a los que nos rodean.

 

Ni la luz ni la sal son protagonistas de nada. A nadie al saborear un guiso se le ocurre alabar a la sal que le está dando sabor. Lo mismo sucede con la luz, los hombres disfrutan de ella sin que se les ocurra ensalzarla. Significa esto, que estamos llamados a ser como espejos que reflejen el amor y la misericordia de Dios. Seremos sal y luz, cuando los hombres, aquellos que conviven con nosotros y conocen nuestras debilidades y pecados, al ver nuestras buenas obras, y entendiendo que nosotros por nuestro esfuerzo somos incapaces de hacerlas, «glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos». De manera, que no seamos objeto de las alabanzas de los demás, sino que ellos lleguen al conocimiento de Dios, que es capaz de realizar obras sublimes, en unas personas que como tú y como yo son incapaces de llevarlas a término.

 

De esta manera la Iglesia cumple su misión de hacer llegar a todos la buena nueva del amor y de la salvación de Dios, sin pretender que todos los hombres pertenezcan a ella. Un pequeño resto sala e ilumina a la gran masa. 

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