DOMINGO II DE TIEMPO ORDINARIO -A-
DOMINGO SEGUNDO DE TIEMPO ORDINARIO
San Juan nos cuenta en el evangelio de hoy el encuentro de Juan el Bautista con el Señor Jesús, y el testimonio que da sobre Él.
Juan dice: «Éste es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo». En esta frase queda resumida toda la misión que Dios-Padre ha encomendado al Señor Jesús al tomar una carne mortal como la nuestra.
Lo hemos repetido en multitud de veces, pero no está demás que volvamos sobre ello, porque interesa que tengamos presente la situación del hombre después del pecado, la actitud de Dios ante nuestra rebeldía y la solución que Dios-Padre da al problema, para que todo vuelva al orden primero.
Desde toda la eternidad, Dios, que es amor, deseó hacer partícipes de su inmensa felicidad a otros seres. Ya había creado a los ángeles, espíritus puros, que le servían y que participaban de su misma gloria. Sin embargo, había pensado en crear otra criatura, el hombre, que fuera reflejo de su mismo ser y que estuviera hecho a su imagen y semejanza. Era tal el amor que ya sentía por él, que previamente creó el universo para que fuera el hábitat de su nueva criatura.
Dispuso así mismo que el hombre alcanzara la felicidad plena al experimentar en su corazón, hasta qué punto Él lo amaba, y que fuera capaz a su vez de devolver a su Creador el mismo amor. Sin embargo, no quiso que el hombre se viera obligado a amarle a la fuerza, por eso, junto con la vida, le dio el don inestimable de la libertad.
El hombre, usando mal el don de la libertad, pecó. Rompió el plan que Dios, amorosamente, había concebido para su criatura. Con esta acción, con la aparición del pecado en el mundo, se hizo presente la muerte. La vida del hombre, privado del amor de Dios por decisión propia, perdió todo sentido. Incapaz de amar, se volvió soberbio, egoísta, ambicioso. Buscó la vida acumulando bienes materiales y para conseguirlo no tuvo inconveniente en robar, extorsionar o matar. Cegado por el ansia de felicidad, se entregó a toda clase de vicios, desenfrenos e inmoralidades, sin conseguir ver saciado su corazón. Todo el mundo se encontró bajo la tiranía del pecado y de la muerte.
Mientras tanto, Dios-Padre, no se quedó indiferente ante la situación en la que había quedado la criatura que tanto amaba. Era necesario librar al hombre del veneno que le llevaba a la muerte. Era necesario aplastar la cabeza del maligno que, engañando al hombre lo sumía en una esclavitud de la que le era imposible salir.
¿Quién puede vencer a la muerte? ¿Quién puede extirpar el veneno del pecado que la produce? Sólo Dios que es la vida y origen de la vida. Por eso fue necesario que la Segunda Persona de la Trinidad, el Hijo, asumiera una naturaleza mortal como la tuya y la mía. Era necesario que Él, el impecable, cargara con la ponzoña del pecado y nos librara de su mordedura, para que de nuevo, el amor de Dios llenara nuestro corazón, y quedara restablecido el plan primero que Dios había trazado para el hombre al crearlo.
Por eso, hoy, Juan, dando testimonio de él, nos da la gran noticia: «Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo». Éste es, el que llega dispuesto a absorber como una esponja el veneno que nos mata, y que al final acabará con su vida. Éste es el Cordero que es el llevado al matadero para que ni tú ni yo experimentemos la muerte, que es lo que a pulso nos hemos ganado pecando. Este es, finalmente, el que nos devolverá la condición de hijos de Dios. Reconozcamos en ÉL al que viene a salvar lo que no tiene salvación. Viene a dar su vida por ti y por mí, que no lo merecemos.
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