SOLEMNIDAD DE LA ASUNCIÓN DE LA VIRGEN
«BENDITA TÚ ENTRE LAS MUJERES»
CITAS BÍBLICAS: Ap 11, 19a; 12,1-6a. 10ab * 1Cor 15, 20-27a * Lc 1, 39-56
Hoy deberíamos celebrar el domingo XX del tiempo ordinario, pero dado que este año coincide con la solemnidad de la Asunción de la Virgen María, son las lecturas correspondientes a esta solemnidad, las que la liturgia nos ofrece.
Celebramos hoy el hecho de que la Virgen María, terminada su peregrinación en esta tierra, después de su muerte, fue llevada al cielo sin que su cuerpo experimentara la corrupción. Quiere decir esto que, al igual que el Señor Jesús, la Virgen está en el cielo en cuerpo y alma.
La muerte apareció en el mundo como consecuencia del pecado. Por tanto, nosotros, tú y yo, por nuestro pecado, hemos de pasar irremediablemente por la muerte. No debería ocurrir lo mismo con María. Preservada del pecado original, o sea, nacida en gracia, estaba exenta de pasar por la muerte. Sin embargo, asociada a la obra redentora de su Hijo, fue semejante a Él, incluso en el hecho de saborear la muerte.
La devoción popular ha querido sublimar este paso por la muerte de la Virgen, dándole el nombre de Dormición de la Virgen. Sin embargo, la realidad es que también la Virgen estuvo en brazos de la muerte como cualquier otro mortal. Lo que sí es cierto es que, al igual que ocurrió con el Señor Jesús, su cuerpo no experimentó la corrupción, sino que, después de su tránsito, fue llevado al cielo por los ángeles.
Al hablar del Señor Jesús, hemos afirmado siempre que tuvo una naturaleza humana idéntica a la nuestra, sometida al cansancio, la sed, el hambre, el sueño, las enfermedades, las tentaciones, etc., exactamente igual a la tuya y la mía. Sólo en un aspecto era diferente: el Señor Jesús, ni conoció ni pudo conocer el pecado. Quiso con esto asemejarse en todo a nosotros, para conocer de primera mano todas las dificultades y sufrimientos que, inherentes a la naturaleza humana dañada por el pecado, padecemos nosotros. Para salvarnos, su amor por ti y por mí, llegó al extremo, aceptando pasar por el suplicio de la muerte.
La Virgen María, unida a su Hijo Jesús, y asociada a su obra redentora, pasó también por todas las circunstancias propias de nuestra naturaleza humana. En la Cruz, el Señor Jesús, nos la entregó como Madre, de manera que fuéramos objeto de los cuidados y desvelos, propios de una madre. Nada de lo que nos puede suceder le es ajeno. Ella ha pasado por toda clase de dificultades, y entiende perfectamente lo que cada día nos ocurre. Ella ha estado al pie de la Cruz, con el corazón traspasado por una espada de dolor, viendo agonizar a su Hijo. Por tanto, ninguno de nuestros sufrimientos le es extraño.
Todos sabemos que el amor de una madre es único. No se puede comparar con ningún otro tipo de amor. Por eso tenemos la certeza de que María, nuestra Madre, está desde el cielo al tanto de todos nuestros sufrimientos, de nuestras debilidades, y, como hicieron nuestras madres cuando empezábamos a caminar, está alerta para levantarnos pronto en nuestras caídas. Ella, desde el cielo, cuida de cada uno de sus hijos, de ti y de mí, para, con inmenso amor, llevarnos a su Hijo Jesucristo.
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