DOMINGO XXII DEL TIEMPO ORDINARIO -B-
«Nada que entre de fuera puede hacer al hombre impuro; lo que sale de dentro es lo que hace impuro al hombre».
CITAS BÍBLICAS: Dt, 1-2.6-8 * St 1, 17-18.21b-22.27 * Mc 7, 1-8.14-15.21-23
En el evangelio de hoy los judíos plantean al Señor una cuestión que para ellos tiene suma importancia. Se trata de lo que se conoce como la pureza legal. Para los judíos la limpieza corporal tiene una importancia extraordinaria que quiere ser reflejo de la limpieza interior. Lo que ocurre es que como en tantas otras prescripciones de la Ley, su cumplimiento se queda en lo meramente superficial, sin que implique una conversión de corazón.
Hoy, los escribas y fariseos al observar que los discípulos del Señor se sientan a la mesa sin lavarse las manos previamente, le preguntan: «¿Por qué comen tus discípulos con manos impuras y no siguen la tradición de los mayores?» El Señor, conociendo su interior, que está muy lejos de reflejar lo que ellos pretenden al purificarse, les cita al profeta Isaías: «Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí».
Sería conveniente, partiendo de esta cita de Isaías, preguntarnos cuál es nuestra actitud en lo que se refiere al cumplimiento de la ley. Nosotros, que nos llamamos cristianos, acudimos los domingos a la eucaristía, comulgamos con cierta frecuencia, aunque somos menos asiduos a la hora de confesar nuestros pecados. Participamos con mayor o menor cuantía en las diversas colectas que la Iglesia propone, y aunque, no todos, tomamos parte en las manifestaciones religiosas que tienen lugar en las calles, como las procesiones, etc. Todo esto es estupendo, pero llega el momento de preguntarnos: ¿Nuestra vida en la familia, en el trabajo, en las relaciones con los demás, es consecuente con nuestras creencias? ¿Si alguien observara nuestro comportamiento podría deducir que tú y yo somos cristianos? En muchas ocasiones nuestra vida ordinaria está muy lejos de reflejar, de hacer patente, que somos discípulos del Señor, que pertenecemos a su Iglesia. Queda de manifiesto un divorcio entre la fe que decimos poseer y las obras que realizamos.
El Señor Jesús tomando pie de la actitud de los escribas y fariseos, aprovecha la ocasión para exponer lo que conocemos como doctrina de lo puro y de lo impuro. Dice así: «Nada que entre de fuera puede hacer al hombre impuro; lo que sale de dentro es lo que hace impuro al hombre». ¿Cómo podemos entender esto? Es muy sencillo. Lo que entra en el hombre, la comida y la bebida, va directamente al estómago, es digerido y posteriormente va a parar al excusado. Sin embargo, lo que sale del corazón del hombre es lo que puede mancharlo. ¿De dónde si no salen los malos propósitos, envidias, robos, fornicaciones, orgullo, difamación, homicidios, etc.? Todo esto tiene como origen el corazón del hombre, y son precisamente estas acciones las que manchan al hombre, las que lo hacen impuro. Por tanto, cambia el corazón del hombre y cambiará radicalmente su vida.
Sin duda este cambio de corazón no está a nuestro alcance. Nuestro hombre viejo, el hombre de la carne, no conoce otro camino que el del egoísmo, el de buscar todo aquello que le construye sin preocuparse demasiado por los demás. Ha de ser el Señor el que a través de su Palabra vaya cambiando nuestro corazón de piedra, como dice el profeta Ezequiel, por uno de carne, capaz de amar, de perdonar y de preocuparse por el bien de los demás.
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