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DOMINGO XXX DEL TIEMPO ORDINARIO -B-

DOMINGO XXX DEL TIEMPO ORDINARIO -B-

«HIJO DE DAVID, TEN COMPASIÓN DE MÍ»

 

CITAS BÍBLICAS: Jer 31,7-9 * Heb 5,1-6 * Mc 14,46-52

El profeta Isaías, 200 años antes del Jesucristo, anunció que el Siervo del Señor abriría los ojos de los ciegos, los oídos de los sordos, que haría caminar a los cojos y que anunciaría un año de gracia del Señor.

En el evangelio de hoy vemos cumplida parte de esa profecía. El Señor Jesús está saliendo de Jericó rodeado por una gran multitud. Sentado junto al camino se encuentra un ciego pidiendo limosna. Es Bartimeo, el hijo de Timeo, que por el tumulto se entera de que es Jesús Nazareno el que está pasando por delante de él. Sin pensarlo, empieza a gritar con todas sus fuerzas: «Hijo de David, ten compasión de mí». El Señor se detiene y dice: «Llamadlo». Se lo dicen al ciego que, al enterarse de que es Jesús el que lo llama, suelta el manto y de un salto se acerca al Señor. Éste, le dice: «¿Qué quieres que haga por ti?». «Maestro, que pueda ver». La respuesta del Señor no se hace esperar: «Anda, tu fe te ha curado». Al momento recobra la vista y el evangelista añade: «Y lo seguía por el camino».

Si nuestro orgullo y nuestra ceguera no lo impiden, veremos reflejada nuestra vida en este pasaje del evangelio. Ese ciego, Bartimeo, somos tú y yo. Como él somos ciegos porque pedimos la vida a las cosas del mundo. Riquezas, poder, afectos, sexo, salud, etc., pedimos la felicidad a todas estas cosas sin ser capaces de encontrarla. Como él, como el ciego, estamos sentados junto al camino de nuestra vida pidiendo limosna. Nosotros no alargamos la mano esperando una moneda, pero sí que pedimos a los que nos rodean, a los que pasan junto a nosotros una limosna de amor. Pedimos que nos quieran, aunque sólo sea un poquito. Pedimos que cuenten con nosotros, que nos hagan caso. Sin embargo, lo cierto es que, aun teniendo la consideración y el afecto de los demás, no somos capaces de llenar por completo nuestro corazón de felicidad.

También en nuestra vida está presente el Señor Jesús. Nos habla a través de su Palabra, a través de la predicación de la Iglesia, a través de la persona de ese pobre que te alarga la mano pidiendo ayuda, a través de ese enfermo que necesita un poco de compañía y una palabra de ánimo, o de ese conocido o conocida desconsolados por la pérdida de un ser querido. El Señor está con nosotros y camina junto a nosotros, pero hacen falta los ojos de la fe para descubrirlo, como lo hizo el ciego del evangelio.

Ahora, fijémonos en lo que hace el ciego al descubrir al Señor. Grita con toda su alma. Sabe que de ese grito, de esa petición, depende recobrar la vista. No se amilana cuando los que están a su alrededor lo hacen callar. Grita una y otra vez: «Hijo de David, ten compasión de mí». Ahora te digo yo, haz tú lo mismo. Grita al Señor hasta que se detenga y te pregunte: «¿Qué quieres que haga por ti?».

Tenemos pues en la mano un arma que no falla. El arma de la oración. El Señor, que dijo “pedid y recibiréis”, está siempre atento a nuestras súplicas. Hagamos nuestra la oración del Ciego: «Hijo de David, ten compasión de mí». Repitámosla una y cien veces durante el día. Por la calle, en el trabajo, en casa. Que esta sea nuestra oración continua. Y si añadimos «que soy un pobre pecador», mucho mejor. Esta es la oración del corazón, que conseguirá que la presencia del Señor en nuestra vida sea constante.


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