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DOMINGO XXIV DEL TIEMPO ORDINARIO -C-

DOMINGO XXIV DEL TIEMPO ORDINARIO -C-

«ME PONDRÉ EN CAMINO ADONDE ESTÁ MI PADRE»

 

Ex 32, 7-11.13-14 * Tim 1, 12-17 * Lc 15, 1-32

Es posible que alguno de nosotros, que nos confesamos creyentes, en más de una ocasión nos hayamos preguntado ¿cómo es el Dios en el que creemos? Por la formación que hemos recibido, quizá tengamos en la mente una idea estereotipada y no muy acertada de cómo es en realidad nuestro Dios.

La mejor referencia que tenemos para conocer a nuestro Dios es la persona del Señor Jesús, que puede darnos la única respuesta válida y la más adecuada a todas nuestras preguntas. Él es el que mejor conoce lo íntimo de Padre, ya que, con él y con el Espíritu Santo es igualmente Dios. Hoy, en el evangelio, tenemos la ocasión de conocer de primera mano, tal como nos lo muestra el Señor Jesús, a nuestro Padre-Dios.

En la parábola que hoy nos propone Jesús, en contra de lo que tradicionalmente se nos ha transmitido, la figura central es el padre. En él, el Señor Jesús quiere que descubramos la figura de nuestro Padre Dios. Se trata de un hombre rico que tiene dos hijos. En un momento dado, el menor de ellos pide al padre la parte de la herencia que le corresponde. Llegados a este momento merece que nos detengamos para comprobar hasta qué punto el padre ama al hijo y respeta libertad, porque, aún a sabiendas de los peligros a los que va a enfrentarse, accede a su petición.

Lo que hace el hijo con todas las riquezas que le han correspondido, es muy similar a lo que tú y yo hacemos con los dones y gracias que cada día recibimos de las manos del Señor. Las malgastamos, y en vez de compartirlas con los demás, nos buscamos a nosotros mismos y alimentamos nuestro egoísmo. Buscamos, como el hijo de la parábola, una felicidad que dura poco y que nos deja interiormente vacíos.

El padre del Hijo Pródigo no pierde la esperanza de ver regresar a su hijo. Cada día, desde la terraza de la casa, otea el horizonte en espera de descubrir a lo lejos su figura. Cuando esto sucede, baja presuroso y con los brazos abiertos corre para estrechar en los suyos al hijo que, inútilmente, pretende darle explicaciones. Inmediatamente ordena a los criados que lo vistan y que pongan en su dedo un anillo, como signo de su dignidad de hijo, y que organicen un gran banquete, porque aquel hijo suyo estaba perdido y ha sido hallado.

La figura del padre del Hijo Pródigo y su comportamiento, está a millares de años luz del concepto que de Dios teníamos en otro tiempo. No es un Dios justiciero, no es un Dios exigente, no es un Dios que imponga una ley sin cuyo cumplimiento es imposible la salvación. Por el contrario, es un Dios que espera pacientemente nuestro regreso, cuando por nuestros pecados nos apartamos de Él. Es un Dios que a ti y a mí, que somos sus hijos, no puede desearnos mal alguno. Recordemos las palabras del Señor Jesús: «Si vosotros, que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto más hará vuestro Padre del Cielo?...»  

Lo único que nuestro Padre desea para hacernos partícipes de su salvación, es que, reconociendo nuestros fallos y defectos nos acojamos a su inmensa misericordia, y no rechacemos esa salvación que ya nos ha otorgado de antemano en la Sangre de su Hijo Jesús. Él tiene preparado para todos los hombres sin distinción de raza o religión, un banquete en el cielo. Lo único que nos pide es que, aceptemos voluntariamente su invitación.


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