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DOMINGO II DE CUARESMA -B-

DOMINGO II DE CUARESMA -B-

«ESTE ES MI HIJO AMADO; ESCUCHADLO»

 

CITAS BÍBLICAS: Gén 22, 1-2.9a.10-13.15-18 * Rm 8, 31b-34 * Mc 9, 2-10

El evangelio de hoy es el de la Transfiguración del Señor. Este pasaje de la vida de Jesús se proclama el segundo domingo de Cuaresma en los tres ciclos litúrgicos. Esta circunstancia nos da a entender la importancia que la Iglesia otorga a este acontecimiento de la vida del Señor.

El Señor Jesús va con sus discípulos camino de Jerusalén. En un momento dado, se lleva a Pedro, a Santiago y a Juan, para subir con ellos a una alta montaña. Una vez en la cima y puesto en oración, su aspecto físico experimenta una gran transformación. Sus vestidos se vuelven blancos como la nieve, y aparecen Moisés y Elías que se ponen a conversar con Él.

Los discípulos presencian la escena llenos de temor. Pedro sólo acierta a decir al Señor: «Maestro. ¡Qué bien se está aquí! Vamos a hacer tres chozas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías». Todavía está hablando cuando se ven envueltos en una densa nube. Del interior de la nube sale una voz que dice: «Éste es mi Hijo amado; escuchadlo». De pronto todo vuelve a la normalidad y sólo ven a Jesús junto a ellos.

El Señor Jesús quiere hacer testigos de su gloria a estos tres discípulos fortaleciendo la fe sobre su persona, porque sabe que los acontecimientos que les va a tocar vivir en Jerusalén, pueden hacer que se tambalee esa fe. Ellos están acostumbrados a escuchar su predicación y a comprobar los poderes que tiene sobre todo tipo de dolencia, e incluso sobre el maligno, pero no pueden imaginárselo vilipendiado, humillado, escarnecido y despreciado en Jerusalén. Es necesario que no pierdan de vista que aquel que carga sobre sí todo tipo de sufrimientos, no deja de ser el Hijo de Dios.

También en nuestra vida puede tambalearse nuestra fe cuando aparecen en ella acontecimientos negativos. Enfermedades terribles como el cáncer, situaciones económicas en las que no encontramos solución posible, enfrentamientos familiares, momentos de soledad y amargura ante acontecimientos de muerte y toda clase de sufrimientos, pueden hacernos dudar de la presencia de Dios y de su bondad hacia nosotros. ¿Cómo es posible, nos susurra el maligno al oído, que Dios sea bueno y permita tanto sufrimiento?

En estas situaciones es necesario reafirmarnos en el convencimiento de que, detrás de todos esos acontecimientos está siempre el Señor, dispuesto a ayudarnos, dispuesto a hacernos caminar por encima de tanto sufrimiento.

Hay otro aspecto importante en este pasaje de la Transfiguración. Aquella gloria y aquella felicidad, (no olvidemos lo que dice Pedro, «Maestro. ¡Qué bien se está aquí!»), que los discípulos comprueban viendo al Señor Jesús transfigurado, es la misma que el Señor tiene reservada para cada uno de nosotros. Estamos llamados a ser transformados, a disfrutar con Él de su misma gloria. También para nosotros ha resonado la voz del Padre «Este es mi Hijo amado». Nosotros, tú y yo, somos ese hijo amado del Padre, en tanto en cuanto poseemos en nuestro interior el Espíritu de Jesucristo que llama a Dios Abbá, papá.

Hay que tener en cuenta, sin embargo, algo fundamental. Podemos preguntarnos ¿es suficiente estar bautizados para ser hijos de Dios? Eso es lo que creemos como fruto del Bautismo, pero no es del todo cierto. El Bautismo no nos hace hijos de Dios de una manera automática. En el bautismo la Iglesia nos entrega un germen, una semilla de fe, que necesita cultivarse para que creciendo llegue a dar frutos de vida eterna, que hagan patente que dentro de nosotros actúa el Espíritu Santo. El principal fruto de vida eterna es el amor y el perdón sin condiciones al enemigo.

Por el hecho de estar bautizados no debemos considerarnos llegados. Somos peregrinos y necesitamos que la Iglesia, depositaria de la fe, mediante la Palabra de Dios y la predicación, haga crecer la semilla que nos entregó en el bautismo.  

 

 

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